Tan poco. Tan suficiente.

8/11/20252 min read

Un relato sobre amor, despedidas y razones para seguir vivos un día más

Un día, entre tantos correos sin alma, me llegó este.

No traía asunto llamativo ni firma.

Solo una historia.

Decía así, y por eso hoy quiero compartírosla:

Marta fue mi primera hija, pero para mi madre fue la primera nieta.

Una palabra nueva que parecía alargarle la vida.

Tenía 65 años y el cáncer ya le pisaba los talones.

Pero cuando le conté —que estaba embarazada, que por fin iba a ser abuela—, su rostro se encendió con esa mezcla de alegría y nostalgia que solo conocen quienes ya han perdido demasiado.

Viajamos hasta su casa para darle la noticia.

Recuerdo el abrazo largo, el temblor en sus manos, y esa frase que dijo bajito:

“Pensé que no llegaría a conocerla.”

Nunca quiso vivir con nosotros.

Se lo propuse más de una vez.

“Prefiero envejecer entre mis cosas”, decía.

Y lo respeté.

Pero cuando nació Marta, supe que tenía que hacer algo más que visitas de domingo.

Descubrí algo que ahora me parece obvio: a las abuelas no les basta con ver a sus nietos.

Necesitan cuidarlos, sentirse útiles, esenciales.

Así que empecé a inventar excusas.

Llamadas rápidas, siempre con tono apurado:

“¿Puedes cuidar a Marta una horita? Tengo que hacer unas compras”.

Ella aceptaba con una alegría tan inmediata que no hacía falta más explicación.

Marta tenía apenas cinco meses cuando empezamos con esos encuentros clandestinos de ternura.

Le dejaba una mantita en el suelo, por si se cansaba de tenerla en brazos.

Le dejaba el corazón entre las manos y salía a dar vueltas sin rumbo, sabiendo que en ese pequeño universo, ambas se estaban salvando.

Nunca vi a mi madre tan viva como en esas horas.

La enfermedad seguía su curso, pero durante un rato, parecía olvidarse de ella.

Mamá murió cuando Marta tenía ocho meses.

Tan poco tiempo.

Tan suficiente.

Mi hija no la recordará.

Pero yo sí.

Como la mujer que, en la última curva del camino, encontró una razón para sonreír con todo el cuerpo.