El bien que no tuvo testigos
8/11/20251 min read


No esperes a perder a alguien para entender lo que te dio
A veces, el silencio también es una injusticia.
Cuando murió, nadie lo lloró.
No hubo flores en su tumba ni rezos en voz alta.
Solo una losa fría, y el paso indiferente del viento.
Durante años, lo habían llamado avaro.
Un hombre encerrado en su mansión, con la mirada distante y el corazón, creían, más seco que el polvo del verano.
Nadie lo vio sonreír en la plaza, ni compartir mesa con los vecinos.
Y por eso lo juzgaron.
Por no ser como ellos.
Por no explicarse.
Lo enterraron con prisa.
Sin despedidas.
Sin memoria.
Pero al día siguiente, algo cambió.
El pan no llegó a las puertas.
Tampoco la carne.
Las manos generosas del panadero y del carnicero estaban vacías.
Y entonces, uno a uno, los aldeanos salieron, confundidos.
¿Qué ha pasado?
¿Dónde está nuestro pan?
¿Y la carne que nos alimentaba sin falta?
La respuesta dolió más que la pérdida:
“Todo lo que recibían... lo pagaba él.”
No dijeron su nombre.
Ya no hacía falta.
Porque en ese instante, todos lo recordaron.
No por lo que hizo, sino por lo que ocultó.
Por haber dado sin exigir, por haber amado en silencio, por haber comprendido que dar no siempre requiere aplausos.
Y en su ausencia, entendieron lo esencial: que el bien, cuando es puro, no necesita testigos.
¿Cómo pedir perdón a quien ya no está?
¿Cómo enmendar un juicio sin conocer la historia entera?
Quizá, la próxima vez, antes de hablar, elijamos escuchar.
Antes de suponer, elijamos preguntar.
Porque hay personas que dan tanto… que hasta su bondad la esconden, para no incomodar.
Y no siempre hay otra oportunidad para decir “gracias”.